Como a todos, los pasados meses han marcado mi vida con miedo, incertidumbre, confinamiento, distanciamiento, pero también redescubrimiento de mí misma, de la bicicleta y la ciudad. Te cuento cómo me enganché a la bicicleta para escapar a todos estos síntomas de la crisis en mi búsqueda de libertad dentro de la pandemia.
A cada persona le llega su propia hora de caerse de una bicicleta y la mía llegó a los veinticinco, hace ya un año, luego de fantasear con la oportunidad de pedalear por algún lugar de esta irregular capital. Mi delirio empezó tarde, pero fue intenso y recurrente, como casi todas las obsesiones a destiempo. “Es ahora o nunca”, me dije. Así que dejé a un lado los miedos y me lancé a la aventura inolvidable de subirme a una bicicleta y romper la inercia de la quietud.
Con ese aliento superé las primeras etapas difíciles del aprendizaje y comencé a disfrutar de la experiencia más inmediata de ir en bicicleta: el asombro de mirar aquello que, a diario, me rodeaba desde otro ángulo; desde la vibración que genera la velocidad y de la impresión, totalmente singular, de una ciudad que se desplaza en sintonía con el ritmo constante del pedal. Cada pequeño fragmento de la urbe y de uno mismo se transforma en paisaje. El viaje fue arduo, pero compensó con creces mi tardía iniciación en este mundo fascinante de la bicicleta.
La experiencia de montar por primera vez fue, para mí, una acumulación de pequeñas caídas diarias y de una intensa concentración para mantener el equilibrio. Así, poco o poco, me fui acostumbrando a esa emoción del impulso que te lanza hacia la carretera y, de ahí, hacia donde quieran tus pasos y aguante tu respiración. Cada uno de esos pequeños gestos me dieron la satisfacción mayor: recorrer con mi bici el paisaje de Cojímar —pueblo de mar y pescadores— con su inigualable olor a salitre y con el aire de su malecón como estímulo para resistir los días más calurosos. Fue este el lugar donde di mis primeros pasos como ciclista.
Esos primeros pasos son, en efecto, como aprender a caminar. Mi novio en aquel momento, guió mis pasos, me acompañó en el trayecto, y me dijo en reiteradas ocasiones: “ve siempre por el lado derecho, no bajes nunca la vista y mira siempre hacia delante”; no lo fuera a olvidar yo, tan despistada y cabeza loca. Pero ese fue el final, al principio las cosas fueron un poco más espinosas. No cansarme y seguir pedaleando, frenar con cuidado para no arrollar a algún paseante, practicar hasta el agotamiento en un estadio y, sobre todo, no perder la paciencia en el intento; porque el resultado fue gratificante: una sensación inequívoca de libertad personal.
Montar bicicleta es una experiencia de libertad.
Y es el movimiento, precisamente, el primer paso en la búsqueda de libertad: para experimentar la ciudad a nuestro ritmo, para descubrir los resquicios del lugar que habitamos y para ser los gestores de nuestra propia movilidad.
Las libertades de movimiento que me permitió la bicicleta —salir de casa y ejercitarme, disfrutar del aire fresco, mantenerme en contacto con el mundo y, así mismo, con cierta distancia de los otros (hábito este último impuesto por la Covid-19) — fueron pequeñas rutinas que me aliviaron un poco la vida y atenuaron algunas dificultades que tuve a la hora de desplazarme, como resultado de la pandemia que cambió muchas de nuestras prácticas cotidianas.
Cuando empezó aquí en Cuba la situación pandémica y fueron dictadas las medidas respectivas, las cuales se recrudecieron en La Habana como resultado del rebrote, mi preocupación automática fue cómo resolver el acuciante problema del transporte. Entonces, ahí tuve el insight de mi cuarentena: “¡Claro! Resolveré (como pueda y lo que pueda) con mi bicicleta”. Mis desplazamientos han sido un poco más restringidos, pero he resuelto moverme —vía Cojímar-Alamar, por ejemplo— con soltura y rapidez, sorteando las limitaciones que implica depender de un transporte público.
Mi bicicleta para escapar del confinamiento.
Este contexto de pandemia y restricciones me hizo reflexionar acerca del uso de la bicicleta como una vía alternativa para enfrentar el problema de la movilidad urbana y de la situación de distanciamiento social. Asimismo, y esto fue uno de lo placeres de la cuarentena, la bicicleta me permitió vivenciar la ciudad de una manera autónoma y libre, transformando mi entorno físico y psicológico.
Es un hecho que esta nueva normalidad va a traer consecuencias en el ámbito no sólo macro social —dígase la política, la economía, la salud, la educación—, sino —y fundamentalmente— en las pequeñas pero significativas vidas de cada uno de nosotros. El efecto de esta pandemia que todavía sigue haciendo estragos será de largo alcance; por tanto, sería inteligente de nuestra parte buscar soluciones a largo plazo. Una de ellas, por supuesto, es la que concierne a la movilidad, tan confinada en estos últimos tiempos al espacio doméstico y al trabajo.
Para mí, que no es una opción comprarme un carro, es espectacular tener la bicicleta para resolver mi necesidad de desplazamiento en una ciudad como La Habana, donde casi siempre (incluso con las medidas actuales) hay abarrotamiento en los medios de transporte público, con lo cual se dificulta mantener cualquier tipo de distanciamiento.
En este sentido, la reconfiguración de la ciudad; no en términos de cambios estructurales —porque ello concierne de forma directa a políticas gubernamentales—, sino desde el punto de vista de la movilidad individual; puede tener un impacto más directo en el enfrentamiento a la pandemia.
Las iniciativas individuales, en este caso, están siendo más efectivas que algunas de las medidas dictadas por el gobierno justo porque la conciencia ciudadana, mi “deber” para con el otro, deviene en una actitud más genuina cuando los sacrificios personales son directamente proporcionales a los beneficios obtenidos.
Así, cuando decidí utilizar la bicicleta, en primer lugar, resolví una necesidad práctica: el desplazamiento; luego, como un ejercicio físico y una actividad que reporta beneficios para mi salud; y, finalmente, fue (en el período más recio de la cuarentena) y es todavía una posibilidad de viajar con absoluta libertad de movimiento. Desde esta perspectiva, su uso es un incentivo para interactuar de una nueva manera con el entorno habanero. La bicicleta es el medio ideal, yo me sumo ¿y tú?